Noventa años no se cumplen todos los días. Y si, además, como es el caso de Nelly Raquel Sturla -mi queridísima madre- te anima un espíritu indómito de viajar por el mundo, la idea de celebrar la ocasión en un lugar para el recuerdo se vuelve un plan fuertemente seductor. Mi vieja jugueteaba con la idea de elegir un destino especial, único, insuperable. Después de varias idas y venidas, al final optó por la isla de Malta. La motivó la lectura sobre los ocultos encantos de un archipiélago casi perdido al sur del mar Mediterráneo, a medio camino entre Europa y África, que algunos estudiosos sugieren podría ser parte de los restos de la sumergida ciudad de Atlantis.
Con más de siete mil años de historia y un descomunal legado arquitectónico, cultural e histórico, este grupo de tres islas ostenta atractivos auténticamente singulares. Allí se asientan algunos de los templos más antiguos de la humanidad; sus tierras, de belleza austera, aunque impactante, están saturada de poblados pintorescos, con calles blancas y amarillentas, que contrastan con sus costas de un mar azul intenso. Resalta la majestuosidad de los palacios de los caballeros de la Orden de San Juan, la profusión de iglesias, imágenes religiosas y la imponencia de sus principales ciudades: La Valeta, Mdina y Victoria. Gozo, una islita tan fascinante como despojada, es una de las mecas para los amantes del buceo en el Mediterráneo.
Mi expectativa, confieso, estaba condicionada. “Es una isla rocosa, sin playas bonitas y con un clima sofocante en el verano”, había escuchado de boca de algunas amistades. Con total franqueza, desconocía buena parte de su rica historia y su cultura milenaria. Como contrapartida, había recibido excelentes referencias de un colega periodista maltés, Matthew Caruana Galizia, a quien tuve oportunidad de conocer luego de una tragedia personal, semanas después de que su madre fuera brutalmente asesinada tras estallar un artefacto explosivo cuando viajaba en su automóvil.